More y los hombres de su tiempo
Vida y muerte de Antonio Miro Quesada
ASI como en la Vida de Cristo, María, la Madre del Salvador,
figura sólo por instantes y aparece, resplandeciente, definitiva y heroica, en
el minuto del tránsito, en el Gólgota mismo y, luego, es recompensada con la
Asunción, para ir, en los cielos, a sentarse aliado de su Hijo, así al
historiar a Antonio Miró Quesada ni señor, ni doctor, ni don, porque la
posteridad no usa tratamientos-, en su vida no tiene por qué aparecer su
compañera, su esposa, su mujer. La señora María Laos de Miró Quesada surge,
resplandeciente, definitiva y heroica, en el momento de tránsito, cuando una
bala cobarde hiere al que la acompañó desde los umbrales rosados de la juventud
hasta el pórtico severo de la ancianidad.
Afirma un clásico español que nadie debe decir ni "mi
señora", ni "mi esposa", sino "mi mujer". Palabra
dulce y singularmente posesora y única. Mi señora -dice más o menos el clásico-
puede ser cualquiera, incluso mi amante. Mi esposa, es la que me acompaña por virtud
del sacramento. Acaso puede ser de otro. Mi mujer es sólo mía; es lo íntimo, lo
infinitamente tierno, lo intransferible, la madre de los hijos; la que, a
nuestro lado, recorre un largo sendero.
Ahora, después de que una mano aleve y miserable, indigna de
ser peruana, mató, arteramente, a Antonio Miró Quesada, comprendo que la
enemistad tiene sus fueros, su emoción y su ternura. Es tan entrañable como la
amistad. Desde la iniciación de mi carrera periodística, allá en 1910 -ya
Antonio Miró Quesada era Director de "El Comercio" - me sentí
adversamente opuesto a cuanto hiciera el decano de la prensa del Perú. Me
disgustaron siempre su desprecio por las inteligencias literarias, su desmedido
afán por la política, su ansia de poder y el excesivo uso que hacía de su
influencia. Nunca fui amigo ni de "El Comercio", ni de sus gentes.
No soy vanidoso y supongo que los señores de "El
Comercio" jamás se sintieron enemigos míos. Pero soy orgulloso y nunca me
importó lo que respecto a mí sintieran. Por múltiples y variadas referencias
supe que Antonio Miró Quesada fue hombre de gran inteligencia política, de
poderosa simpatía personal, de mucho mundo y de vida aristocráticamente
irreprochable. Por desgracia, todo esto no me parece bastante para seducir. No
formulo cargo alguno. Ni siquiera emito un juicio actual. Sencillamente
puntualizo un pasado. Si hoy revisase, despacio, mi lucha contra "El
Comercio", quizá encontrara mucho que rectificar. Pero seguramente
hallaría mucho que recrudecer. A "El Comercio" le hallé, siempre, dos
tendencias que chocaban con mi dirección periodística y con mi propensión
literaria. Era un periódico hecho por reporteros y dirigido por diplomáticos.
Nunca fue un periódico que dijese lo que era preciso, necesario, inevitable y
doloroso decir. Era un periódico que decía, convenientemente, lo que era
conveniente decir. Y que callaba, oportunamente, lo que era oportuno callar.
Además, era el periódico de los adinerados, de los grandes duques de la
oligarquía. Jamás estuvo cerca del corazón del pueblo y cuando habló de las
urgencias y de las penas de los humildes lo hizo en tono de magnate que
protege, de millonario que otorga y no de ciudadano que se solidariza. Yo
habría querido que "El Comercio" tuviera más cordialidad y más franqueza.
Angulo cordial más abierto. Habría querido, por ejemplo, que el día en que
asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, no saliese la
edición de la tarde, con su Tarzán, con sus avisos judiciales y con otras
quisicosas frívolas. Habría querido que, en ese día luctuoso, rompiese su
implacable regularidad y que, en el porvenir, pudiera decirse: -El día en que
asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, su mujer, "El
Comercio" no dio edición de la tarde.
Sería imperdonable que yo dijese que hablo como amigo; pero
sería estrafalario y de mal gusto que digiera que hablo como enemigo. Tampoco
me atrevo a decir que hablo como colega. ¿Quién soy yo para llamarme colega del
señor doctor don Antonio Miró Quesada, ex presidente del Senado y, por tanto,
ex senador; ex presi-dente de la Cámara de Diputados; ex ministro
plenipotenciario y ex director de vastos movimientos políticos? Yo soy un
franco tirador del periodismo. Camino por mi cuenta y no me acompañan sino
algunos hombres de pluma clara y corazón transido.
Quiso el destino que yo fuese enemigo de "El
Comercio". No puedo eludir esta positiva condición espiritual. Pero quiso,
también, que, a despecho de todo y de todos, fuese periodista y me hallase en
la obligación de vivir como tal. Hablaré, pues, desde mi trinchera solitaria,
como periodista.
Literariamente, desciendo de González Prada y he heredado sus
animadversiones y sus simpatías. Por fortuna, no he heredado su intolerancia.
Y, así, puedo decir que Antonio Miró Quesada me pareció un hombre eminente. No
gustó ni de lo convencional ni de lo indelicado. Por eso, no lo llamaré
egregio, ilustre, magno, ínclito. Digo, Antonio Miró Quesada fue un hombre
eminente. Y lo digo con la tímida y sincera emoción con que un jefe de
regimiento, de los ejércitos de Wellington, podía decir, hablando de Napoleón:
Es un magnífico guerrero.
Siempre he odiado el crimen. Mi vida se ha fundado en la
palabra. Mis combates han sido verbales. Con la pluma -y nada más que con la
pluma- combatí a "El Comercio". Casi siempre lo hice un poco
risueñamente, sin amargura y sin encono. Para mí, la aplicación legal de la
pena de muerte equivale a un asesinato. Afirmo que la vida humana sólo está en
manos de Dios, del destino o de los Dioses. Jamás en manos de los hombres. Y si
esto opino de la muerte, legalmente aplicada como pena, fácil es deducir lo que
opinaré del asesinato. Para mí, el asesinato de Antonio Miró Quesada y el de
Manuel Pardo son los actos más cobardes, más salvajes, más infames que hay en
la historia del Perú.
Antonio Miró Quesada habíase esforzado siempre en servir a su
país. A juicio de sus adversarios no acertó siempre. Pero no nos olvidemos de
que se trata del juicio de sus adversarios. Quién sabe quién tiene la razón. Lo
cierto es que dedicó su vida al servicio de su país. Acaso le faltaron
romanticismo y heroísmo; pero su muerte viene a probamos que no cuidaba de su
persona y que puso su obra y su vida en las manos ineluctables del sino.
No era, Antonio Miró Quesada, un periodista. Era un diplomático
y un político. Inteligente y culto supo estar al frente de la dirección de
"El Comercio", cuando razones familiares lo obligaron a ello. Pero no
era un periodista. La pasión de su vida fue la política. Como político, dirigió
el periódico de los poderosos. Cuando tuvo, político al fin, la sensación de
que Leguía se quedaba en el poder por largo tiempo, tomó la actitud política de
callar. Cuando cayó Leguía, se puso al frente de la política. "El
Comercio" es el puntal de los Dieciséis Meses. Esto me separó definitiva y
absolutamente del decano.
Pero yo, que repruebo el fusilamiento de los Ocho Marineros,
que condeno el crimen del Hipódromo y que, a través de largas horas de ciego
apasionamiento, he conseguido algunos instantes de transparente serenidad; yo
no puedo quedarme callado cuando veo que Antonio Miró Quesada cae asesinado.
Para comprender el horror del Apra, basta enunciar estos tres
hechos: El Apra, existe, políticamente, en el Perú, desde 1931. Cuatro años y
meses. Y bien: durante período tan corto, se han consumado tres atentados
políticos: el de Miraflores, el del Hipódromo y el de la Plaza San Martín y
hemos visto tres cadáveres. Esto es suficiente para demostrar que se trata de
una banda de asesinos, de un clan de delincuentes, de una turba de energúmenos.
Jamás había ocurrido algo semejante en el Perú.
En el caso de Antonio Miró Quesada, el crimen asume
proporciones desconocidas. El asesino es un niño y cae victimada una mujer. El
niño, asesino de la mujer, es la última palabra en materia de delincuencia. A
los 19 años, aún queda en la boca sabor de leche materna; aún pensamos en la
mamá -más que en la madre y la mujer- y pese a cualquier precocidad sexual, nos
inspira un respeto parecido al que sentimos por nuestra madre, por aquella mujer
de corazón humilde y acogedizo, por aquella mujer que se asusta cuando tenemos
fiebre. Para el hombre que mata a una mujer, hay una palabra: monstruo. Para el
niño que mata a una mujer, no hay palabra alguna.
Se encoge el corazón y el cerebro se enfría cuando
reconstruimos la escena de la Plaza San Martín. Un matrimonio -dos personas
honradas- se dirige a almorzar a su lugar predilecto. El asesino, un niño,
avanza, sigiloso, envalentonado por el miedo mismo, y, a espaldas de la pareja,
dispara contra el esposo y lo hiere en la nuca. El herido cae fulminado. Cae ya
muerto. La esposa, entonces, le da cara al asesino y, con inocente y valeroso
gesto femenino, lo ataca con su bolsa y, en vez de huir o de gritar, se le
enfrenta. Cualquier hombre, ante la belleza física y moral de esa actitud
habría bajado el arma. Quizá le habría pedido perdón a esa mujer tan resuelta,
tan fiel, tan abnegada. Tan mujer. El asesino aprista, no sólo no sintió la
varonil necesidad sentimental de arrodillarse ante aquella esposa de tan
sombría y hermosa bravura, sino que disparó contra ella y la victimó también.
¿Qué nos importa que la señora doña María Laos de Miró
Quesada fuese, como era, una gran dama? Su fortuna, su opulenta situación, su
linaje, nada importa. Importa su magnífica actitud de la que siempre podrán
enorgullecerse las madres y las esposas del Perú. Sólo un aprista es capaz de
permanecer impasible ante la arrogancia elegantísima de una mujer que se juega
la vida por su esposo. Nunca las mujeres les importaron a los apristas.
El crimen de la Plaza San Martín no sólo carece de atenuantes
sino que ya no tiene agravantes. Es el crimen electrolítico, el crimen puro, el
crimen parnasiano. Está más allá de la sensibilidad y de la conciencia. Nada lo
atenúa. Nada lo agrava. Es tan horrendo, tan pavoroso, tan escalofriante, que
ni siquiera existe la posibilidad moral y jurídica de que el asesino tenga
abogado defensor. Aunque extrememos el concepto de defensa, no hay defensa para
el asesinato perpetrado en la Plaza San Martín.
Dentro de su horror y de su injusticia, la muerte de Antonio
Miró Quesada tiene una doliente y encantadora poesía. Muere al Iado de su
mujer, que por él se sacrifica. Unidos en la vida, entran juntos a la muerte.
Ella, la compañera, acaso sabía muy poco de política y temblaba siempre ante
las peripecias del esposo. Madre de numerosos hijos, ignoraba todo lo que la
política tiene de terrible. Su vida, al lado de su marido, pasó apacible como
un regato. Pero en la hora del tránsito, supo ser fiel, con fidelidad de
apoteosis, al juramento de amor que prestó en su juventud.
Antonio Miró Quesada no era un hombre popular. No estaba en
su carácter ni en sus inclinaciones cultivar a la multitud. Era hombre de
gabinete. Era gran figura en el mundo oficial y en el gran mundo. Y, sin
embargo, en su entierro ha estado presente el pueblo. A él, que no era un
caudillo, sino un sutil y avisado consejero, que gustaba de ser superior de los
Jesuitas más que de ser Papa, lo han acompañado cuando sus restos iban al seno
de la tierra, innumerables gentes que no lo conocían. Muchos de los que fuimos
sus detractores nos situamos, al paso del cortejo funerario, para saludar,
dolidos, al ataúd donde iban los restos del político, y, doblemente dolidos, a
la carroza donde dormían los despojos de aquella mujer que, si fue gran dama en
su vida, fue dama de damas en la muerte, heroína ejemplar, digna del luminoso
camino de los cielos.
En cuanto al Apra, todos sabemos que es una banda de fascinerosos;
todos afirmamos que es una horda de forajidos. "El Comercio" lo ha
dicho con larga y empecinada insistencia. Pero nadie sabe qué es lo que hay que
hacer frente al Apra. Se habla de las derechas. Pero reconozcamos que si el
Apra es locura y crimen, las derechas son torpeza, parasitismo, pereza mental,
incapacidad. Tiene cien presidenciables. El Apra tiene uno. Carece de dinamismo
y de organización. El Apra es fanática y organizada hasta el crimen. Lo estamos
viendo. Cuando Antonio Miró Quesada atacó al Apra, estuvo en lo cierto y tuvo
exacta y prolongada visión de estadista; pero cuando defendió el régimen de los
Dieciséis Meses y los grupos nacidos a su amparo, se equivocó. Y se equivocó
como se equivocan los hombres de elevada inteligencia: bien y a fondo.
Lo que necesitamos en el Perú es la supresión del
jacobinismo, venga de donde venga. No se nos ocurre la ñoñez de hablar de un
centrismo que no está dentro de la sensibilidad del mundo actual. Pero sí
queremos hablar de un partido de derecha, firme, conexo, articulado, con
enhiesta y robusta columna vertebral capaz de soportar punciones. Tal es el
problema que nos plantea el asesinato de Antonio Miró Quesada.
Ante el cadáver de Antonio Miró Quesada, víctima inocente del
odio, de la estupidez y de la demencia, sería injusto o zafio dedicarse al
ditirambo y al plañido sentimental. Si él murió como un hombre, con muerte de
gran político, víctima de sus ideas y de su conducta, merece que todos pensemos
como hombres y que, si llega el caso también nos preparemos a morir. Miró
Quesada, asesinado es una dura lección para las derechas fofas y lánguidas. Hay
que organizarse férreamente, duramente, inexorablemente. Si es verdad que las
derechas detestan el crimen, no respondan con el crimen. Crean en la ley,
busquen el amparo de la justicia. El cadáver de Miró Quesada es el fruto del
crimen. Antes que llorarlo infantilmente démosle majestad a la ley, imaginemos
instituciones arrogantes y seguras, sepamos luchar. Las derechas están
enfrascadas en una aniñada jugarreta presidencial. Y eso no debe ser.
Si, en vida, Antonio Miró Quesada fue, por su situación y por
su talento, uno de nuestros primeros políticos, uno de nuestros mejores
diplomáticos y el más visible de nuestros periodistas, que su recuerdo sirva para
cohesionarnos. El mejor homenaje que podemos rendir a su memoria es lograr la
extinción del Apra. Pero no la extinción mediante el crimen, que tanto
condenamos, sino la extinción mediante la inteligencia y la imaginación.
Antonio Miró Quesada supo, como todos los grandes políticos, que en la
política, como en el arte y como en la ciencia, la imaginación es la musa
primaria y el hada madrina.
Si algo puedo decir como periodista, afirmo que la muerte de
Antonio Miró Quesada debe ser para todos los que ejercemos este castigado
oficio, un doloroso orgullo. Debe enseñamos el amor a la justicia y el horror
al delito. Debe persuadimos de que la inteligencia vale más que las pasiones y
que los tontos y los atrabiliarios son indignos de subsistir.
Antonio Miró Quesada, que fue un hombre de bien y que nunca
manejó el insulto, sírvanos para que, en el periodismo peruano, el insulto
quede cancelado y proscrito el denuesto.
Comprendemos el dolor de quienes quedan al frente de "El
Comercio", pero les pedimos serenidad y visión política. El asesinato del
que fue director de "El Comercio" plantea problemas tan enrevesados y
de tan agitada solución, que solamente un espíritu lúcido y tranquilo puede
abordarlos.
El Gobierno, a quien han acusado de infames ambiciones y sórdidos
intereses y apetitos, se ha puesto a la altura de la situación y le ha rendido
a Antonio Miró Quesada merecidos homenajes. El Gobierno nos ha probado que sabe
interpretar las más recónditas urgencias nacionales. El Gobierno es el primer
herido con la muerte de Antonio Miró Quesada.
No hay enemistad política o personal que valgan. No hay
discrepancia que justifique. Ha llegado la hora de concluir con el Apra y con
el crimen.
Para satisfacción de justas necesidades sentimentales, que a
todos nos dominan, pensemos en colocar los restos de quienes fueron en vida
Antonio Miró Quesada y María Laos de Miró Quesada, bajo un mausoleo que tenga
majestad cívica y gracia heroica. Un mausoleo en el cual la ternura femenina
ungida de arrojo troyano, preste decoro y encanto a la firmeza hombruna
revestida de dignidad patricia y de altivez consular.