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ANDANZAS DE FEDERICO MORE

ANDANZAS DE FEDERICO MORE
Federico More Barrionuevo

More y los hombres de su tiempo

CARTA DE UN DESESPERADO

Lima, 7 de junio de 1935

Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre.

Hoy, Día del Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos, han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.

Se la escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callarnos por sabido.

Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplaza­do usted con bandas de fascinerosos. La lucha política la ha conver­tido usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan cuenta del horror de este estado de cosas.

Si, por fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.

Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la perdonaríamos; pero la comprendería­mos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.

Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal. Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y concluyó la beligerancia que usted produjo.

Pero después de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la actividad criminal es congénita.

A la cabeza de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.

Si Leguía destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.

Y, por reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios. En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al espíritu.

Por culpa de usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco; nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.

A mí, créalo usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar hasta en algodoneros.

Acaso concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.

Yo, joven capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo espiritual de Víctor Maúrtua, las leccio­nes de Javier Prado, la obra de Manuel Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años, casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leonidas Yerovi, Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas y de pensadores que es José Balta.

En el extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.

Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas disposi­ciones del Código Penal, es muy serio.

Por culpa de usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene el color.

Carece usted de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica. El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las institucio­nes y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados. Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.

Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.

Por culpa de usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la justicia por nuestra propia mano.

Por culpa de usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de la palabra-, más bien intencio­nados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista.

Cuando pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua, Manuel Vicen­te Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos.

Ha detenido usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política, un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y es base de la grandeza de Inglaterra.

Lo único que le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de los hijos de nuestros hijos nazcan unos fascinerosos. A la mujer, la ha embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública. Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.

Usted tiene la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad; justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir, no común.

Mire usted cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales.

Nosotros haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito destruyan al Perú. Al Perú, que vale mas que usted, aunque solo sea por la razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inminente se cumple, morirá usted en manos de un niño.

Federico More

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

miércoles, 6 de febrero de 2013


Andanzas de Federico More

Prologo por Francisco Igartua

Una inteligencia despierta, vivaz, a la vez que desbordante, indisciplinada y bohemia, aunque muy bien cultivada, como fue la de Federico More, no es de extrañar que, inútilmente, hubiera intentado muchas veces sistematizar su pensamiento en una obra orgánica, en un libro cumbre, en una suma que redondeara sus ideas, siempre un tan­to atrevidas, sobre la vida, el mundo, el hombre peruano y su porvenir, sobre el buen ordenamiento de la sociedad, sobre la poesía del atardecer y la sucie­dad de la política. No lo logró, porque sistematizarse hubiera sido negarse a él mismo: un anarquista del pensa­miento. Pero hombre de trabajo, den­tro del desorden de su azarosa existencia, escribió y escribió angustiosamen­te, con apuro, dejando impreso un reguero desparramado de artículos, folletos, libros, ensayos, prólogos... Con algunos de ellos, que son los más representativos de su obra, en un resu­men que, como toda tarea humana, es cien por cien subjetiva, he formado estas Andanzas de Federico More. Son las Andanzas por las tierras del Perú, de América y de la literatura universal de un espíritu excepcionalmente dotado para pensar y juzgar, para exhibir inteligencia, para jugar con las palabras y entregarse al deva­neo de las ideas, para coger la lanza y lanzarse locamente, desbocadamen­te, al campo abierto de la polémica sin cuartel.

Las Andanzas de Federico More están llenas de pasión y desbordes como su espíritu; y su obra es variada, muchas veces luminosa como el sol de mediodía y, otras, embellecida por ocasos y auroras con reminiscencias paganas. Enceguecido por la luz de la diosa actualidad, More no pudo aquietar el potro desbocado que llevaba dentro y no dejó -repito- un trabajo orgánico, meditado, hecho con el so­siego de los que ven pasar el tiempo pensando en el mañana.

Federico More vivió escribió, apasionadamente, al día. Fue ante todo y sobre todo periodista, aunque pienso que nunca dejó de amar a las musas de su juventud, que jamás perdió el regus­to por la poesía, esa diosa que le hizo captar su cuna puneña, el Ande, con singularísima sensibilidad. Esas al­turas cercanas a las estrellas a las que les dedicó esta frase precisa y bellísima -cito de memoria-: «Aquí nació el silencio, aquí se siente el olor de un cuerpo en celo». No recuerdo los versos anteriores ni los que siguen y me ha sido imposible hallar la poesía completa en la selva de periódi­cos donde he estado siguiendo la huella de Federico More, periodista insigne de quien, sin embargo, los peruanos de menos de cuarenta años poco o nada conocen. La obra del periodista, como él lo dijo, «tiene fama frágil y dura apenas horas»... Salvo excepciones. Naturalmente. Una de ellas resonante, singular y variada- es la de Federico More. Y aquí está justa­mente este libro para confirmar la excepción.

En uno de los capítulos que siguen hallará el lector un ensayo de More que sonará algo extraño y que años atrás pocos habrán entendido: es la visión premonitoria de lo que sería el perio­dismo del futuro, el de hoy, ese periodismo chato, sin aliento orientador, sin calidad ni ánimo literario, algo similar a la comida masticada, a las píldoras alimenticias de los astronau­tas. More lo describe como un inmen­so archivo donde se puede hallar la tarjeta correspondiente a una boda fastuosa, a un robo al escape, a una intervención parlamentaria sobre edu­cación física o sobre defensa ecológica de un río o de la ciudad capital. Todo estará allí ya redactado. Sólo quedará por hacer el trabajo de colocar los nombres de las personas y lugares del hecho recién ocurrido.

En otras palabras, Federico More prevé la muerte pronta del periodismo que él amó y realizó con extrema calidad, ese arte y oficio íntimamente relacionado con la literatura y con la política entendida como sacerdocio cívico —esa prensa que brilló como lucero esplendente en el siglo pasado y la primera mitad de éste—, vislum­brando a la vez el periodismo de nues­tros días: transformado en un negocio que puede confundirse con la fabricación de salchichas o zapatillas, si no fuera porque los medios de comunica­ción masiva —ya no se dice simplemen­te «prensa»— dan cierto lustre político y son instrumentos de poder que pue­den auxiliar a otros negocios; sin per­der su propio valor cotizado en bolsa. El periodismo en sí, aquel del bien decir, defensor de valores morales y cívicos, importa menos o nada. Por lo que si hay interés es por las «primi­cias», porque ellas significan mayor «rating», aumento, en el precio bursátil de las acciones de la empresa. Y esas primicias hay que conseguirlas por encima de todo, hasta de la propia honra o del prestigio patrio. El resto de la edición sale de los anaqueles que des­cribe More, aunque anaqueles cada vez más sofisticados por la computación y la apabullarte tecnología electrónica, siem­pre con una novedad en la mano.

Me parece que el periodismo escri­to, en el que pasó su vida More y nos sigue interesando a unos pocos perio­distas —cada vez menos—, tendrá un ma­ñana distinto, quién sabe salvador de ese arte y oficio que hoy está desapareciendo. Creo que en cada una de las ciudades de la geografía mundial sobrevivirá un diario, un periódico de servicios, de in­formación local, de especializaciones. Por lo general, aquellos que han sabido sobrevivir amparados en una tradición familiar. Y me parece que el antiguo oficio de hacer arte con la actualidad, la tribuna de los comentarios agudos, orien­tadores, placer de los lectores, el periodismo de a verdad independiente, encontrará boya de salvataje en periódicos bisemanales, de pocas páginas y bajo costo, sin los lujos de las revistas y sin la carga de los servicios que debe ofrecer el diarismo moderno.

¿Será ilusión lo que escribo, será nos­talgia de los años que acompañé a Fede­rico More en esas pequeñas imprentas que eran refugio de bohemios? ¿Estaré hablando de un futuro cierto?

Aquí queda la idea, la propuesta, para la reanimación de un pasado en agonía —no en el sentido de la agonía unamuniana— que algunos quisiéramos reviviera.

More, como ya he dicho, fue poeta, literato de altísimo nivel, ensayista luminoso. Fue, según César Vallejo, el prosista de su generación. Usó con fiabilidad extrema el robusto Idioma de Cervantes y Quevedo y no dejó de ser admirado, como crítico literario, por José Carlos Mariátegui, el más respetado de sus ami­gos de la «generación Infortunada» como tituló More a su generación. «La genera­ción que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad de Leónidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos Mariátegui... Bas­ta escribir o pronunciar estos dos nom­bres para comprender el inmenso in­fortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación, la más bri­llante que ha producido el Perú, la más literaria, la de más completa sensibili­dad; y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud... Si juntos los nombres de Leónidas Yerovi y de José Carlos Mariátegui escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación do­lorosa se completa»... Son éstos, párra­fos del artículo escrito por More a la muerte de Mariátegui, quien había des­calificado a More para la política llamándola «aristócrata de la inteligencia», distante de las multitudes. Definición acertada, que a More no le mortificó, porque se sentía tan ajeno a los honores y glorias oficiales como a las inquietudes de las masas. Aunque sí le preocupó -y muchísimo- la política; de la que fue apasionado seguidor, aunque no como aspirante a presidente, ministro o dipu­tado, sino como observador comprome­tido, como orientador de la opinión pú­blica, como periodista, y no como con­ductor de multitudes, a las que, sin duda, detestó y a las que diferenció magistral­mente del pueblo en su libro «Una mul­titud contra un pueblo». Sus mejores prosas son políticas y políticos son la mayoría de sus ensayos. Sus inquietudes están trazadas precisamente en ese bello artículo de adiós a Mariátegui. «En el entierro va a hablar Ezequiel Balarezo Pinillos, Gastón Roger, que es uno de los pocos sobrevivientes de esa genera­ción, la generación infortunada, la que expresa, mejor que cualquiera otra de las formas de la vida nacional, el hon­do y grave fracaso de nuestro espíritu en la marcha hacia la cultura y en el sacrificio por una norma de puro y eficaz idealismo. Estoy seguro que Balarezo sabrá evocar, ante la tumba precoz de Mariátegui, el dolor de todos nosotros, el dolor de él mismo, el vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos realizar y todo lo que una sociedad inerte e injusta no nos permitió cumplir».

Discípulo ferviente de Manuel González Piada -con quien mantuvo estrecha relación durante años-, fue en su juventud un iconoclasta, casi un incendiario; y lo siguió siendo en la mocedad, cuando no se le llamaba señor More o don Federico, sino el «Loco More», según cuenta Adán Felipe Mejía, «El Corregidor», en una sabrosa crónica de recuerdo sobre los encuentros bohemios de Yerovi y Morro, cuando éste, junto a Valdelomar, era portandarte de los colónidos, aquellos hombres que soñaron con cambiar al Perú modernizando el pensamiento de su clase intelectual. Su devoción por González Prada llegó en un mo­mento al delirio, pero fue asordinándose con el tiempo hasta llegar a afir­mar que el ídolo de su niñez y juventud no pasó, Ideológicamente, de ser un ingenuo comecuras. Siempre, sin embargo, lo siguió admirando como literato.

Con esa afirmación y sólo una parte de su antigua devoción a Gon­zález Prada, además de un odio con­centrado a la Lima voluptuosa y vi­rreynal, sede de una plutocracia sen­sualizada e inepta, incapaz de dirigir al país, sale More al destierro en época de Pardo. Son doce años de peregrinación por América Latina, haciendo periodismo, escribiendo ensayos, viviendo de su pluma. Nue­ve de esos años los pasó en Buenos Aires, donde logró una expectable situación en la prensa argentina. Dejó allí, sobre todo en «La Razón» y en la «Crítica» de Natalio Botana, muy en alto el nombre de Federico More.

Allí también lo siguió su pasión más persistente, la que, cosa curiosa, nunca lo abandonó, a pesar de su sobresaltada vida periodística: la poesía. En Buenos Aires, entre 1922 y 1923, Federico More dedica buena parte de su tiempo a poner en contacto a los lectores hispa­nos con la poesía alemana que va de Vogelweide a Rilke. Este trabajo lo reali­za con la ayuda del doctor Alberto Haas, quien le entregaba unas traducciones muy literales, a las que More les daba «versión rítmica española». Algunas de las traducciones de Rilke no llegan a publicarse en Buenos Aires y la «Can­ción del amor y de la muerte del corne­ta Cristóbal Rilke» recién aparece en «La Revista Semanal», en Lima, en 1931. El artículo de More titulado «No­ticias críticas sobre poesía germánica -Meyes y Storm, dos poemas termina­les anunciadores», publicado en «La Razón», en julio de 1923, es considerado según Estuardo Núñez como uno de los mejores comentarios hechos en lengua castellano sobre dichos escritores y poetas.

Pero la atracción de la patria, de «La única tierra cuyo contacto nos fortalece», no lo abandona. Y pasa a Bolivia para estar más cerca del retorno al Perú. En esa época aparece un libro, «El tira­no en la jaula», cuyo prólogo lleva la firma de Federico More. Un prólogo que, sin duda, es uno de los panfletos mejor escritos y más virulentos de la turbulenta historia política peruana. Pero el leguiísmo ve la mano de More no sólo en las tremebundas imprecaciones del prólogo. También le achaca -posible­mente sin equivocarse- el título del libro y algunas acciones conspirativas. El he­cho retarda su regreso a la tierra patria.

Estamos en La Paz, ciudad a la que Federico More siente como suya, tan próxima a su Puno natal como a su sensibilidad humana. Allí, presentado por el gran novelista boliviano Alcides Arguedas, More, triunfador de los Jue­gos Florales, tuvo la satisfacción de leer ante una multitud su «Canto al Illimani», el monte tutelar de la capital boliviana:

En una mañana de rosas, transparente,
le nacieron orillas al Mar...
y fue la Tierray en el temblor violeta de las arenas grises…
Viento y Luz, nupcialmente,
dieron vida a la Nieve y a la Sierra,
árbitros de fantásticos países.

Su retorno al Perú es apenas anterior al huracán que irrumpe con la revolución victoriosa de Arequipa (agosto de 1930). More llega a Lima en noviembre de 1929 y en «Mundial», la revista que junto a «Variedades» acapara la lectura de los peruanos, deja estampada su personali­dad periodística. Es el (colónido), que vuelve lanza en ristre, luego de doce años de exilio, aunque con el ánimo político un tanto apaciguado:

«Excesiva cortesía la de «Mundial» cuando, olvidando mi condición de periodista militante, quiso hacerme un reportaje Un periodista no es un ser periodístico y, por lo tanto, no es suje­to entrevistable. Como que el creador no puede resignarse a convertirse en su propia criatura.

-Pero -me dice, con fina amabilidad de antiguo camarada, Andresito Aramburú- es preciso que sepamos qué opina usted de su patria después de tan larga ausencia, después de estos doce años en los cuales han pasado tantas cosas.

-Está bien -le respondo-. Haré algo así como un auto reportaje. Siempre, para decir mis propias cosas, yo mismo he de resultar más eficaz y exacto que el más agudo de los reporteros. Escribiré un artículo que sea un conjunto de res­puestas. Después de todo, en un repor­taje, la pregunta es lo que menos vale, porque, cuando vale algo, se queda sin respuesta. ¿Acepta usted mi fórmula?

La fórmula es aceptada y aquí está el artículo. Cuando vengo a entregarlo, encuentro que, en la casa de «Mundial» aún vaga, por fortuna, la sombra gentil y sonriente, sagaz y benévola de don Andrés Avelino Aramburu que enseñó a tantos escritores a ser periodistas y a tantos periodistas a ser escritores. Aún subsiste aquel ambiente que supo crear don Andrés Avelino, aquel ambiente en que la charla y el trabajo, una labo­riosa negligencia y una holgazana actividad se juntaban con rara elegancia, Aquel ambiente que era obra tanto del dandy como del escritor. Aquel am­biente que aún se perfuma con el epigrama y el ramo de violetas, los dos signos con los cuales el maestro dio discreta expresión a su ingenio y a su persona irreprochable. Pero ¿Y el Perú que he hallado al cabo de doce años de accidentada ausencia?

………………………………………………………………………………

Todo aquel que, al cabo de una larga ausencia -más larga cuanto más dolida- pisa tierra de su tierra, siente que dentro de su personalidad nace un nuevo mundo, tanto más encanta­do cuanto más se parece al mundo antiguo, a ese que, a cierta altura de la vida, expresamos en estas dos maravillosas e indefinibles palabras: in­fancia, juventud. Después de todo, la vida está fabricada con tela de nues­tro propio sueño. Cuando se ha vivido un poco, el sueño se asemeja mucho al recuerdo.

En realidad, doce años no son no los que quiere que sean su coefi­ciente de intensidad. Para un tuberculoso, doce años no valen lo mismo que para un artrítico. El político no tiene sobre el tema el mismo concepto ­que el comerciante.

En estos últimos doce años, no sé si el Perú ha vivido doce o cien: no importa el caso saberlo. Lo que sé es que ha vivido mucho. Hace tiempo que vengo trabajando en un libro que me parece será lo funda­mental de todo mi obra literaria y se titula «Historia Política del Perú». Lamento no tener aquí mis apuntes y los capítulos ya escritos, a fin de releerlos y terminar de comprender hasta qué punto nos hemos transformado. A pesar de todo, voy a intentar una exposición rápida y sintética de mis impresiones sobre la actualidad. Debo decir que no guardo ni un rencor ni un odio. Ni siquiera un resentimiento. Casi no conozco a las per­sonas y estoy fuera del mundo de os intereses. Procedo con objetividad intachable».

Su análisis, no siempre objetivo -nunca la pasión deja de desbordar­se en More, luego de puntualizar lúcidamente que «es incuestionable que la era preconstitucional del Perú no ha terminado, es decir que aún no hemos encontrado la forma de gobierno y el institucionaje que quedan convenirnos exactamen­te» y luego de historiar en apretada síntesis los períodos civiles y militares, se lanza furibundo, como en sus vehementes años juveniles, contra el civilismo: «Cuando se dice que Ma­nuel Pardo fundó el civilismo y le dio vida, se dice algo pueril: Ma­nuel Pardo lo único que hizo fue producir la guerra del Pacífico y dejarle la sucesión a un militar: dos hechos perfectamente anticiviles». Para More, no sin razón, «el civilis­mo se levanta, se funda y se en­grandece gracias a la oligarquía». Esos oligarcas «miopes y vanidosos, mataron a Manuel González Prado y a Abraham Valdelomar; inmola­ron a José Balta y esterilizaron a Nicolás de Piérola; entristecieron la juventud de Germán Leguía y Martínez y de Abelardo Gamarra; y se encogieron de hombros ante el singular ingenio de Florentino Alcorta, que tuvo que penalizarse —yo conocí el dolor de aquella vida—para no perecer. Mi generación, la generación infortunada por anto­nomasia, fue íntegramente disuel­ta en las hogueras inquisitoriales de la oligarquía».

Dice More en ese artículo o au­toentrevista -de noviembre de 1929- que ha venido a la patria por pocos días. «No pasaré en Lima, quizás ni en otro sitio del Perú, la próxima semana. Ignoro cuando volveré». Lo cierto es que su anunció no se cumplió y se quedó aquí, en un país que ya vivía la agonía del once­nio leguiísta. Muy pronto el Coman­dante Luís M. Sánchez Cerro entra­ría victorioso a Lima, sin que muchos advirtieran, muy cerca del militar revolucionario, la presencia de José Luís Bustamante y Rivero, años atrás compañero de More en las tertulia literarias de Arequipa, aque­llas que siguieron a la expulsión de More, embrión de periodista, de la Escuela Militar de Chorrillos, donde fundó un periódico para criticar al alto mando de la Escuela. Pero Bus­tamante no logró que el periodista se acercara al rebelde de Arequipa ni pudo él mismo mantenerse en la proximidad del poder. Fue un minis­tro fugaz, que regreso a su provincia espantado por lo que vio venir; mientras que More terminó por calificar a la época que siguió al triunfo revolucionario de «Zoocracia y Canibalis­mo», de ambiente incompatible con la inteligencia. Fueron tiempos re­vueltos, de disolución y oprobio, y él volvió a probar el amargo pan del exilio.

Federico More se sumergió en la vorágine nacional de aquellos años. Luego de su deportación a Chile, nunca más salió del Perú, como no fuera una visita accidental, como delegado de prensa, a Santiago o Buenos Aires. Aquí, en la Lima sensualizada que ayer odió y que entonces comenzó a adorar, se prodigó escri­biendo contra esto y aquello. Pero ya estamos en los comienzos de la his­toria de nuestros días, agudamente vi seccionada por More en memo­rables notas editoriales y afilados ensayos, citados más de una vez por Jorge Basadre en su «Historia de la República».

Son escritos que van apareciendo en «El hombre de la calle», en «El Universal», en «La Revista Sema­nal», y en otras publicaciones de la época. Pero, sobre todo, en «Casca­bel», su semanario, su aventura em­presarial. Su «casa propia», que ad­ministró con el desorden bohemio en el que siempre vivió. Cuando so­braba dinero había que gastarlo en una gran farra, que se iniciaba con un almuerzo de mantel largo y servi­lletas grandes, de tela fina, que podía concluir dos o tres días después; y, cuando no había sino centavos, también alcanzaba algo para gastar, para vivir alocadamente sin pensar en el mañana. Era como si More advirtie­ra el futuro peruano con claridad de profeta y, desesperado, se entregara a vaticinarlo en sus fatigosas horas de trabajo en la redacción y a des­truir su vida en los descansos: para no sufrir lo que vendrá, para rehuir de ese mañana sin honesta discre­pancia ni pacífica convivencia, aspi­ración por la que bregó cada día con menos esperanza.

Es en esos años que aparece, ju­venil y arrogante, el Apra de Haya de la Torre. Pronto advierte More el percal de engaño que hay en el Par­tido «de los asnitos» y se convierte, para siempre, en abanderado contra la mediocridad aprista. Cambia la dirección de sus dardos, aunque ja­más olvida a su viejo enemigo: «En el Perú hay dos fuerzas que se opo­nen a la cristalización de las co­rrientes modernas y universales: el Civilismo y el Apra. El primero, carente de técnica y de espíritu de empresa, es un obstáculo en la mar­cha hacia el capitalismo. El segun­do, imbricación rara de fascismo y de marxismo, es una rémora para el espíritu revolucionario. Vivimos dos etapas distintas y alejadas. Unos se encuentran como se encontraban los nobles, antes de la Revolución Francesa, sin reconocer los derechos del hombre; otros consideran que están en un estado comunista, sin percatarse que no hay aquí nada que revolucionar, sino mucho que organizar. Estamos entre dos fuerzas opuestas y, probablemen­te, iguales: la prueba de ello es que no caminamos».

¿Pueden ser más actuales las frases anteriores? Pero adentrémonos en More, leyendo a More en las diversas etapas de su vida y en las distintas facetas de su obra; sigamos en sus textos los pasos del siempre renovado pensamiento de More, hombre al que conocí y traté íntimamente en las postrimerías de su existencia terrenal. Personaje que dejó en mí una imborrable impresión por su inteligencia, su agudeza mental, su conocimiento- más íntimos vericuetos de la vida, por su amor a todo lo humano y a lo que fue más que su arte y oficio, su razón de ser, el periodismo.

Así despedí los restos mortales del maestro, del eximio orfebre en las ar­tes de manejar el idioma, de captar la actualidad, de juguetear con las andan­zas de la vida. Hoy no cambiaría una palabra de lo que ese día dije en el cementerio de Lima:

«Nada más doloroso que renun­ciar a alguien. Y henos aquí devol­viéndole a la tierra el cuerpo del inge­nioso y agresivo prosista que llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacado y bullicioso del perio­dismo peruano. Sólo para el mañana -señalando por campo toda América Hispana- ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo igualar. Le gustó ser primero. Y lo fue siempre. Nadie usó de la pluma con la habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que haya gozado de la amistad más que él. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiado emotivas sobre la realidad social y política; pero, asumió con desen­freno lo que creyó justo. Pasó la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era un crepúscu­lo frente al mar, o el silencio infini­to de su puna. Lo que siempre hizo fue vivir apasionadamente, buscan­do sin cesar una trinchera de com­bate, queriendo -en el mundo de las ideas- unir la luna con la tierra. Fue poeta, en lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el humoris­mo. Ese sutilísimo humorismo sajón que permite llorar bajo la risa. Vivió entre sueños encanta­dos y chispeantes; que no le impi­dieron, sin embargo, que muy a menudo coincidiera, en su trágica angustia por su pueblo, con las multitudes, a las que detestó con convicción de aristócrata de la inteligencia. More no entendió la vida sin pelea... y ha caído pelean­do. Honra a la revista que fundé y dirijo el haber sido su última trin­chera. Los que hemos estado hasta el fin a su lado, sabemos que no lo mató la muerte. Federico se dejó morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que él gustó tanto-; y cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la dis­crepancia, se transforman en segu­ro temor de tener que continuar en obligada con vivencia, no creyó ade­cuado encontrar otro camino que el de dejarse morir. ¿Qué hacía él, eterno discrepante, en un mundo de silencio? Como sus amigos, los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterra­mos otra esperanza maltratada».

Pero los hombres que crearon be­lleza, que sembraron ideas, sobrevi­ven a su envoltura terrena. Son como los gatos -animal al que More adora­ba-; tienen varias vidas, las vidas que nacen de las lecturas que dejan.

Los invito a leer a Federico More.


ANDANZAS DE FEDERICO MORE – Prologo y Recopilación por Francisco Igartua Rovira - págs. 5 al 14.

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