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ANDANZAS DE FEDERICO MORE

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Federico More Barrionuevo

More y los hombres de su tiempo

CARTA DE UN DESESPERADO

Lima, 7 de junio de 1935

Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre.

Hoy, Día del Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos, han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.

Se la escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callarnos por sabido.

Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplaza­do usted con bandas de fascinerosos. La lucha política la ha conver­tido usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan cuenta del horror de este estado de cosas.

Si, por fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.

Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la perdonaríamos; pero la comprendería­mos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.

Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal. Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y concluyó la beligerancia que usted produjo.

Pero después de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la actividad criminal es congénita.

A la cabeza de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.

Si Leguía destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.

Y, por reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios. En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al espíritu.

Por culpa de usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco; nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.

A mí, créalo usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar hasta en algodoneros.

Acaso concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.

Yo, joven capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo espiritual de Víctor Maúrtua, las leccio­nes de Javier Prado, la obra de Manuel Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años, casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leonidas Yerovi, Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas y de pensadores que es José Balta.

En el extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.

Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas disposi­ciones del Código Penal, es muy serio.

Por culpa de usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene el color.

Carece usted de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica. El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las institucio­nes y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados. Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.

Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.

Por culpa de usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la justicia por nuestra propia mano.

Por culpa de usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de la palabra-, más bien intencio­nados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista.

Cuando pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua, Manuel Vicen­te Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos.

Ha detenido usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política, un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y es base de la grandeza de Inglaterra.

Lo único que le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de los hijos de nuestros hijos nazcan unos fascinerosos. A la mujer, la ha embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública. Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.

Usted tiene la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad; justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir, no común.

Mire usted cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales.

Nosotros haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito destruyan al Perú. Al Perú, que vale mas que usted, aunque solo sea por la razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inminente se cumple, morirá usted en manos de un niño.

Federico More

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

sábado, 18 de febrero de 2012

Diario El Comercio, Edición de la mañana., pagina 5, Febrero 2, de 1954

VAMOS A VER A CUÁNTO ASCENDÍA, EN 1910,
EL COSTO DE VIDA DE UN ESTUDIANTE

La crisis financiera se produce cuando no hay equilibrio entre los salarios y los costos. Si usted gana cien soles al mes y esto le basta para vivir, no hay crisis. Pero si, de pronto, por inflación o por desvalorización, usted no puede vivir con menos de trescientos soles al mes y sigue ganando cien, el equilibrio se ha roto y sobreviene la miseria. Si, en cambio, al subir la vida a trescientos, el sueldo de usted también sube a trescientos, no hay crisis. Hemos hecho una formulación simplista, porque la peripecia económica se relaciona con innumerables factores. Vamos a ver cómo era, en Lima, la vida de un estudiante en 1910. No nos referiremos al estudiante limeño, porque ese vive en su casa familiar. No es, pues, la expresión de un presupuesto. Escogeremos al estudiante provinciano, cuya familia disfruta de dorada medianía. El muy rico no es un índice económico. El muy pobre tampoco. Esta es la fuerza de la clase media. Digamos que el estudiante es arequipeño y quiere estudiar Medicina. Tiene que venir a Lima. Pasaje de Arequipa a Moliendo, seis soles. En ferrocarril, porque, gracias a Dios, no hay carreteras. Estada de unas horas en Moliendo, cuatro soles. Hagan ustedes el favor de llevar bien la cuenta. Pasaje, en vapor, de Mollendo al Callao, treinta y tres soles. Gracias a Dios no hay carretera. Gastos de fletero en el Callao, un sol. Sigan ustedes llevando la cuenta. Traslado a Lima hasta la casa de un paisano, que también estudia Medicina, un sol. Ese día era preciso almorzar con el paisano y estar con él hasta encontrar cuarto. Vamos a gastar con esplendidez. Ese día nos cuesta diez soles. Encontramos el cuarto: veinticinco soles mensuales y mes adelantado. En el cuarto nos ponen todo, ropa de cama, toallas y los muebles indispensables. Hay limpieza y decoro. Ya tenemos a nuestro flamante universitario decentemente instalado y con un mes de alquiler a su favor. Todo ha costado setenta y nueve soles. Empiezan las clases y nuestro estudiante debe desayunarse. Para ello tiene un cafetín amable y correcto en la calle Lescano, y otro, no menos atrayente, frente a la Facultad de Letras. No son los únicos, son los que nuestro estudiante tiene al paso. Una taza de café con leche y dos panes con mantequilla, quince centavos. O la misma taza de café con leche con dos panes con chicharrón, veinte centavos. Y aquel pan era pan, y aquella mantequilla era mantequilla, y aquella leche era leche, y aquel café era café. Como todo tiene término en la vida, las clases mañaneras llegan a su término y surge la hora del almuerzo. Nuestro estudiante no es un ricachón; tampoco es un pobrete. Puede darse el lujo de almorzar en el Franco-Peruano. Un cebiche –o sebiche–, unos frejoles negros con arroz y un bisté, treinta centavos. El bisté tiene algo así como un metro cuadrado. Una compota de orejones, diez centavos. Pan y café, cinco centavos. Quiere decir que el desayuno y el almuerzo han costado ochenta y cinco centavos. Otros veinte centavos en la merienda. El mismo café con leche, el mismo pan pinganillo, el mismo café, la misma leche, los mismos chicharrones. Pongamos setenta centavos para la comida, y conste que es un precio de lujo. Hemos gastado un sol con setenta y cinco centavos. Lo que hace al mes cincuenta y dos soles con cincuenta centavos. Que, añadidos al alquiler del cuarto, suman setenta y siete soles con cincuenta centavos. Nuestro estudiante duerme y come. Su pensión mensual es de ciento cincuenta, y aparte, sus padres le pagan los libros y los gastos escolares. Un terno vale treinta soles y un par de zapatos ocho. El lavado de ropa es barato. Nuestro estudiante vive bien. Sin lujo y sin dispendio; pero bien. Claro está que se trata de un estudiante organizado, de un niño formal, si tal cosa existe en el mundo. No falta una enamorada, que lo aleja del café y del billar. Tres veces a la semana hay que almorzar o comer en casa de uno u otro pariente, pues nuestro estudiante provinciano tiene algunos en Lima. Gentes honestamente acomodadas. Tallarines o ravioles los jueves. Pollo o pato los domingos. Parece que en Lima se ha cumplido el ideal de Enrique IV, aquel rey de Francia que quería que todos sus súbditos comiesen gallina los domingos. La tanda en el teatro vale nada más que veinte centavos. Muy de tarde en tarde, una o dos copitas de pisco, que, por aquel entonces, aún no era de azúcar y menos de alcohol de madera o de alcohol de maíz. Las tardes son para estudiar, las mañanas son de clases. Hay que robarle algunas horas a la noche para ir a ver a la chica, para ir al teatro y, de cuando en cuando, para bailar en algún sitio no muy santo. Además, siempre hay el recurso de enfermarse prudentemente y de tarde en tarde. Enfermarse lo suficiente para que papá y mamá se asusten un poco y manden un extra. No asustarlos tanto que sean capaces de viajar a Lima. Nuestro estudiante es un muchacho decente. Suele tomar helados donde Nove. Pero nada le gusta tanto como ciertas dulcerías que hay en el Cercado. También conoce, abajo del puente, algunos misteriosos lugares donde venden unos tamales miríficos. En la calle de San Diego hay un restaurantillo donde hacen, los domingos, un chupe de camarones que quita el sentido. Además, un sol de entonces es siempre un sol. No existe el temor de que el cambio suba o baje y de que de repente resulte que el sol vale ocho reales. Todavía nuestros periodistas no han aprendido a hablar de la balanza de pagos y de la balanza comercial. No tenemos financistas; pero tenemos finanzas. Donde no hay médicos no hay enfermos. Las enfermedades y los enfermos son la secuencia natural de los médicos. Aumente usted médicos y aumentará enfermos. En este ambiente idílico y paradisíaco se desenvuelve la vida de nuestro estudiante. Nunca se le ha ocurrido hacer huelgas, ni formar partidos políticos, ni salvar al Perú. Sabe que el cumplimiento de sus deberes cívicos empezará cuando se haya graduado y salga de la Universidad. Entre tanto, debe ocuparse seriamente en estudiar sus libros, en escuchar a sus maestros, en asistir a clases, en administrar de la mejor manera sus cinco soles diarios, en tener contenta a su chica y a no cometer sino travesuras y mataperradas confesables. En verano, hay que volver a la tierra. Ahí suspira una prima que espera que el primo sea doctor. En aquellos patriarcales tiempos, los muchachos siempre tenían una prima que los esperaba. Y a veces los esperaba toda la vida. Cierta vez, a un cuarterón le dijeron: cualquiera tiempo pasado fue mejor, y el cuarterón proféticamente replicó: cualquiera tiempo futuro, más pior. Quiera Dios que nunca se cumpla tan horrendo vaticinio. A lo único a que hay que aspirar es a que los sueldos guarden relación con los salarios y a que las monedas sean siempre iguales a sí mismas. Que sean como las personas bien educadas, que nunca cambien de genio. No es correcto eso de que despertemos a pagar dos soles con veinte centavos por un litro de esa agua blanca que llamamos leche y que, ayer, costaba un sol ochenta. Supongamos un marido que le entrega diariamente a su mujer, cincuenta soles. Llega un día en que esos cincuenta soles son solo cuarenta. Después treinta. Nada ni nadie resiste a tan feroces cambios de temperatura. La temperatura igual es signo de salud. La no alteración de las costumbres y de las monedas es signo de felicidad. Por lo menos de la humilde felicidad al diario, que es lo menos que podemos pedir.
F.

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