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ANDANZAS DE FEDERICO MORE

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Federico More Barrionuevo

More y los hombres de su tiempo

CARTA DE UN DESESPERADO

Lima, 7 de junio de 1935

Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre.

Hoy, Día del Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos, han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.

Se la escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callarnos por sabido.

Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplaza­do usted con bandas de fascinerosos. La lucha política la ha conver­tido usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan cuenta del horror de este estado de cosas.

Si, por fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.

Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la perdonaríamos; pero la comprendería­mos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.

Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal. Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y concluyó la beligerancia que usted produjo.

Pero después de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la actividad criminal es congénita.

A la cabeza de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.

Si Leguía destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.

Y, por reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios. En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al espíritu.

Por culpa de usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco; nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.

A mí, créalo usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar hasta en algodoneros.

Acaso concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.

Yo, joven capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo espiritual de Víctor Maúrtua, las leccio­nes de Javier Prado, la obra de Manuel Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años, casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leonidas Yerovi, Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas y de pensadores que es José Balta.

En el extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.

Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas disposi­ciones del Código Penal, es muy serio.

Por culpa de usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene el color.

Carece usted de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica. El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las institucio­nes y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados. Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.

Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.

Por culpa de usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la justicia por nuestra propia mano.

Por culpa de usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de la palabra-, más bien intencio­nados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista.

Cuando pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua, Manuel Vicen­te Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos.

Ha detenido usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política, un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y es base de la grandeza de Inglaterra.

Lo único que le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de los hijos de nuestros hijos nazcan unos fascinerosos. A la mujer, la ha embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública. Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.

Usted tiene la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad; justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir, no común.

Mire usted cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales.

Nosotros haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito destruyan al Perú. Al Perú, que vale mas que usted, aunque solo sea por la razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inminente se cumple, morirá usted en manos de un niño.

Federico More

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

miércoles, 6 de febrero de 2013

More y el periodismo


El periodismo como arte y como oficio

No esperen ustedes que les hable un orador. Para serlo me faltan, felizmente, diversos atributos. En primer lugar, la melena. Luego, no tengo la voz engolada. La mímica me repugna. En fin, detesto el teatro en todas sus formas. Únicamente me agradan los títeres. Y es así como me explico mi inclinación a la política.

Muchas veces he citado las palabras que ustedes van a escuchar dentro de un instante. Son palabras homéricas; restos, probablemente de algún himno. Leconte de Lisie dice que son versos sacados de Margités. En todo caso, su belleza es siempre nueva. Tiene ese atributo de la juventud. Cada vez que las cito las hallo más exactas y, por eso, más hermosas. Porque, en las palabras, la exactitud es la esencia misma de su hermosura. Les dan lo que los ojos hermosos ponen en las caras bonitas. Esas palabras, son estas: «sabía muchas cosas; pero todas las sabía mal. Los dioses no lo habían hecho ni jardinero ni labrador. No era útil para nada. No tenía ningún arte. Esclavo de las Musas y del Arquero Apolo». Puedo afirmar que el periodismo nunca ha sido mejor descrito. Ya no es esclavo de las Musas y del Arquero Apolo, porque estas graciosas deidades duermen, en el corazón de todos los hombres cultos, un dulce y profundo sueño. Ya las nueve hermanas hijas de la Mnemosina no inspiran a nadie. Y Apolo, el sumo cantor, tiene muy poco que hacer en este mundo sin música. Pero existe la Actualidad, la Décima Musa. Y existe el Público, sustituto poderoso y grosero sucesor del dios rubio y rítmico que protegió a los poetas. Y este hombre que no tiene ningún arte, que no es ni jardinero ni labrador, que sabe muchas cosas y todas las sabe mal... este hombre, señores, esclavo de la Actualidad y del Público... es el periodista, aeda del siglo de las máquinas, rapsoda de los tiempos del cine, cantor prosaico de la edad industrial.

El Diccionario, al tratar de describir al periodista, dice: «Compositor, autor o editor de un periódico». Los diccionarios, sobre todo si se trata de los enciclopédicos, suelen ser útiles cuando describen. Son lamentables cuando definen. Periodista es aquel que participa en la confección mental del periódico y, mediante las letras de molde y otros elementos gráficos, conecta su inteligencia con la sensibilidad del público. Sin duda la definición es un poco larga; pero no es gaseosa e inasible como la del diccionario. Un periódico no tiene compositor ni tiene autor. Y muchas veces no tiene un editor personal. El mismo director de un periódico no puede llamarse autor. Los directores son algo así como cámaras de condensación o como aparatos de rayos equis ante la actualidad y para servicio de los ojos del público.

El periodismo llega a su apogeo y vive su edad de oro durante el último cuarto del siglo diecinueve y el primer cuarto del siglo veinte. Con números: desde 1875 hasta 1925. Durante este medio siglo, el periodismo recibe los nombres más lisonjeros. Se le llama el cuarto poder del Estado, la antorcha del Progreso, el heraldo de la Civilización.

Ustedes van a permitirme un breve alarde biográfico. Desgraciadamente es necesario para esclarecer bien el sentido de esta conferencia. Si bien empecé a hacer periodismo en 1906, en Arequipa, y como colaborador de «La Bolsa», mi primera actuación periodística se cumple en Puno, en 1909. Me hallaba en Puno de paso; de pronto me enteré de que el señor Fulano de Tal era candidato a diputado por Puno contra los deseos del Gobierno y que el Prefecto era su enemigo. Esto bastó para que esa candidatura me inspirara una desesperada simpatía. Hacer triunfar en Puno una candidatura antigobiernista, me pareció un golpe político digno de Disraeli. Yo entonces tenía la linda y estúpida edad de veinte años. Ignoraba que hay candidatos antigobiernistas cuyo triunfo encanta a los gobiernos y que hay candidatos ultraoficialistas y supergobiernistas cuya derrota es indispensable para que el gobierno se sienta fuerte y contento.

En aquella dichosa edad, yo comía el pan de mis padres, de modo que mi periodismo tenía todas las ventajas de la espontaneidad y todas las ventajas del desinterés, si es que el ser desinteresado vale algo. Asumí, la dirección de «Libertad», periódico destinado a defender contra el gobierno la candidatura de don Fulano de Tal. Yo no sabía exactamente quién era el Gobierno ni por qué lo era. Lo que yo sabía era que iba a combatir contra el Gobierno, que mi periódico se titulaba «Libertad» y que yo era el director. Este último título representa, para un mozo de veinte años, un placer comparable únicamente a los grandes gozos de las hagiografías o a los placeres violentos de las decadencias.

«Libertad» era compuesto por una cajista semiciego y corregido por un covachuelista que siempre estaba borracho. La prensa la manejaban dos indios, turnándose, y el tiraje era de ochenta ejemplares por hora. Felizmente, creo que bastaban trescientos ejemplares, de modo que en algo como cuatro horas todo estaba listo. Y como el periódico era semanal había tiempo. Así empecé mi carrera. Nunca supe lo que «Libertad» costaba. Y esta ignorancia me ha envuelto, con amor de nodriza, durante toda mi carrera. Siempre hay alguien que me administra. Pero el caso es otro. «Libertad» representa la infancia de la imprenta. Seguramente en Holanda, cincuenta años después de Guttenberg, las imprentas eran como esa de «Libertad». Puedo, pues, sin vanidad alguna, llamarme contemporáneo de la imprenta. La he visto nacer y la he visto evolucionar. Ya el año once, en Lima conocí los primeros linotipos y vi funcionar prensas de doble revolución. En 1916, en Lima ya conocíamos la rotativa. Pero, en 1924, en Buenos Aires, vi, en «La Razón», el trabajo simultáneo de veinte linotipos, un monotipo y una instalación de fotograbados. Y vi, enseguida, salir el periódico por diez bocas a la vez. Era el trabajo de tres rotativas. Por hora sesenticuatro mil ejemplares... treintidós páginas del tamaño de las de «La Nación» de Buenos Aires. Ustedes las conocen. «Libertad» mi primer amor del periodismo, no emitía sino ochenta ejemplares por hora. Cada ejemplar era de una sola hoja, vale decir, dos páginas. En quince años, viví tres siglos.

Creo conocer el oficio periodístico. Pero aquí surge la duda: ¿existe un oficio periodístico? Creo que más que carrera más que profesión el periodismo es oficio. Y cuando se depura y ennoblece, cuando llega a las alturas un poco irrespirables de la imaginación, se convierte en arte. No hay que olvidarse de que el arte, para expresarse, necesita del oficio. En nuestro mundo y dentro de nuestras costumbres, la carrera y la profesión -que son generalmente uno y lo mismo- necesitan sello académico. El periodismo es antiacadémico y antiuniversitario por su naturaleza misma. Los grandes periodistas siempre han escrito mal. Es decir, si se les juzga académicamente. Están llenos de neologismos, de giros populares, de excesiva tendencia a la síntesis, de prisa en la composición y de bastante insuficiencia para usar el adjetivo. De ninguna manera son grandes escritores. Así como los grandes escritores de ninguna manera son grandes periodistas sino a título de dejar de ser grandes escritores. Los grandes escritores suelen acogerse al periodismo para vivir mejor y para brillar algo más. El periodismo es, para ellos, lo que la galantería para las mujeres más bellas.

Entre la virtud hogareña oscuramente ejercitada, embellecida y corroída por la pobreza, muy respetable y no muy respetada, y la vida fúlgida, fragante y embriagadora de la galantería, las mujeres excepcionalmente bellas casi nunca dudan. Así como las grandes inteligencias literarias de hoy casi nunca dudan entre la actividad dedicada al libro, seria, profunda, modesta, trascendente y el trabajo vertiginoso, sensualísimo, alegre y agotador del periodismo. Ahora que el periodismo como la galantería tienen muchos grados. Los grados que van desde la magnífica cortesana que necesita, para sus gastos personales, cincuenta mil dólares al año y la humilde busconcilla que lucha por céntimos. Y, cosa singularísima: en el periodismo ocurre algo que también ocurre en la galantería. La busconcilla humilde y barata se siente un poco igual a la suntuosa pecadora. Así, el reportero desconocido y casi analfabeto que se pasó cuarenta años buscando datos en los ministerios o en los tribunales, se siente un poco igual al periodista insigne cuyos editoriales o cuyas informaciones agitaron largamente a la opinión pública e inspiraron a los gobiernos. Y el que una vez ha publicado cualquier cosa en un periódico, se siente irrenunciablemente periodista. Y lo dice, cuando con periodistas se encuentra. Lo dice con regocijada vanidad:

-Yo también he sido periodista.

-Que es como si yo que, una vez, en una hacienda andina del Sur del Perú, me encontré con ocho enfermos de tifoidea y procedí, con deliciosa irresponsabilidad a curarlos, para lo que me valí de un libro y de un botiquín sumarísimo que había en la hacienda y logré salvar a seis -que salvaron porque sus reservas eran buenas- dijera, orondo y jacarandoso, en un grupo de médicos:

-Yo también he sido médico...

La verdad es que lo único que no fui, fue médico. Fui un insolente y nada más. Como es un insolente el que, sin disciplinas previas, sin meditaciones acumuladas, sin estudios anteriores, sin vocación y sin entusiasmo, escribe lo que se le ocurre y consigue, por favor o por paga, que algún periódico lo publique... y, enseguida exclama:

-Yo también fui periodista.

Algo misteriosamente seductor tiene que haber en el periodismo, cuando casi todos los hombres que tienen alguna ocupación intelectual se empeñan en haber sido periodistas alguna vez. Este oficio tan rudo, este arte tan difícil tiene adeptos innumerables. La desgracia está en que cualquiera puede ser periodista bajo su palabra de honor. El trabajo del periodista es rudo, su vida es dura,su remuneración casi siempre es escasa, su fama es frágil y durahoras... y, sin embargo, no hay quien no desee llamarse periodista.Se dice que en lo más íntimo de la conciencia de las mujeres honradas hay una ligera envidia hacia las que no lo son. Acaso suceda lo mismo con los periodistas. El periodista nunca es lo que se llama un hombre serio. Hasta cuando llega a las mayores alturas del dinero y de la gloria, sigue siendo un poco frívolo y un poco ligero. La indiscreción es la primera de sus virtudes. Por eso los banqueros, los políticos, los mercaderes le temen y le odian. Sin embargo, el periodismo ha emitido hombres con Clemenceau. Hitler, Mussolini y Churchill son hombres de prensa. Roosevelt siempre estuvo muy vinculado con todos los círculos periodísticos de su país.

El periodismo como arte es igual a cualquier otro. Al cine, por ejemplo. Depende completamente de lo que depende el arte en todas sus formas: de la intuición y de la imaginación.

El periodista tiene algo de guerrero y algo de sacerdote. Tal es el lado noble y bello de su actividad, tan llena de malas tareas. Se juega la honra, la vida y la hacienda en defensa de lo que cree justo. Cuando las tiranías se apoderan de los pueblos suele ser la primera víctima. Si sus campañas no le dan fortuna es un estúpido que sólo. Sabe morirse de hambre; si le dan fortuna, es venal que sólo sabe venderse. Se quiere que no tenga, como el abogado, el derecho de defender lo que la parezca defendible y de cobrar por la defensa. Si defiende una candidatura presidencial y esta candidatura no triunfa, ello puede constarle al periodista toda su cartera. Sin embargo, al médico se le pueden morir cuantos enfermos caigan en sus manos y su carrera no se interrumpe.

El periodista debe reaccionar ante el acontecimiento como la epidermis reacciona ante el clima y como el ojo reacciona ante la luz: instantáneamente. Si un cuerpo no logra acondicionarse bien dentro del clima que lo envuelve, puede perecer por enfriamiento o por sofocación. De aquí se desprende que el periodista no sólo tiene el derecho de cambiar de juicios y de opiniones, sino que tiene el deber de hacerlo. El minuto que pasa siempre es absolutamente distinto del minuto que pasó, y como el periodista no opina sino sobre el minuto que pasa, claro está que su opinión debe cambiar como cambian los minutos. Pero no hay que confundir opinión con línea, ni manera con conducta. El periodista cambia de opiniones dentro de una línea y de maneras dentro de una conducta.

El periodista es de naturaleza profundamente nacionalista. No puede funcionar sino dentro de un idioma y dentro de una sensibilidad. Y aún dentro del mismo idioma existen las diferencias nacionales. Un periodista uruguayo jamás alcanzará el desarrollo total de su personalidad en Venezuela o en México, y así sucesiva-mente. La insustancialidad de la prensa socialista de todo el mundo reside principalmente en su empeño de ser internacional, de actuar más allá de la patria.

El silencio y la omisión nunca pueden ser normas o reglas para el periodismo. Cuando un periódico aspira a ser absolutamente creído debe ser absolutamente verídico y absolutamente imparcial. En Buenos Aires se dice que en el diario «La Prensa», el primer periódico de habla española, creen que las cosas no han sucedido y los hechos no se han realizado mientras «La Prensa» no dé noticia de ellos. Y es famosa la anécdota de aquel a quien «La Prensa» dio por muerto. La rectificación fue imposible y el hombre tuvo que inscribirse en el Registro Civil como recién nacido. Pero «La Prensa» jamás calla y jamás omite. Informa sobre todo lo que sucede en Buenos Aires. Su comentario lo reserva para los acontecimientos de primera magnitud. Por eso puede darse el lujo de exigir que no se dude de ella. En el periodismo el silencio es la peor forma de la mentira.

La máxima expresión del periodismo, como periodismo, como arte y como oficio, está en la prensa chica o, en otros términos, en la prensa que tiene un mínimo de interés y en el cual el periodista puede conseguir su total desenvolvimiento..No se trata ni de la prensa clandestina, ni de la prensa eventual; ni del pasquín, ni del libelo. En el Perú, por ejemplo, «El Tiempo» y «El País», los periódicos de Piérola, inspirados por él, representaban, en sus épocas, a la prensa chica. A la prensa chica perteneció siempre «La Opinión Nacional» de don Andrés Avelino Aramburú. Y Aramburú es, hasta hoy, la primera figura periodística de nuestro país y una de las primeras de América. En él existió la cantidad indispensable de hombre de letras que el periodista necesita para embellecer su oficio y su arte sin dañarlos. Nadie, en su tiempo, captó y definió tan seguramente la realidad de su pueblo como don Andrés Avelino. Escribía sobre medida y según las necesidades del espacio de su periódico. Era, pues, el perfecto artesano, es decir el hombre en quien el arte y el oficio se confunden de tal modo que es imposible diferenciarlos. A estas alturas, el artesano es artífice. Aramburú nació, vivió y murió periodista. Durante algo como sesenta años estuvo constantemente alistado en las filas del periodismo. Por eso es imposible olvidarlo cuando de cualquier modo se habla de periodismo en el Perú. Leopoldo Cortés es más brillante; Alberto Ulloa más profundo; Enrique Castro Oyanguren es más académico. Ninguno es más periodista.

La prensa chica tiene en los pueblos, la alegre y encantadora misión de los niños en la casa. Ella, como los niños, casi siempre dice la verdad y, también como los niños, cuando miente, miente sin saberlo. Tiene la inocencia y la arrogancia de la poca edad. Los periódicos chicos mueren jóvenes como los amados de los dioses. Desdeñarlos equivale quitarle a la inteligencia su campo de deportes, a clausurarle las ventanas y privarle de luz.

El periódico y el periodista deben tener predilección por sus enemigos y cuidar amorosamente a sus adversarios. Los amigos y los prosélitos o son fieles y en este caso no hay por qué ocuparse de ellos o no son fieles y en este caso hay que cuidarse de ellos. En cambio, el enemigo es siempre fiel. Mientras peor hable de uno más puro y más honorable se queda. Si llega a calumniarnos nos ha hecho el supremo favor. Ya alguien ha dicho que la calumnia no es sino una forma sutil de la adulación.

El periodista tiene que saber tipografía, fotograbados y todos los anexos. Hay actividades exclusivamente periodísticas inseparables de la tipografía. En primer lugar está la armadura que es algo así como la indumentaria del periódico. De un periódico bien armado diríase que es un hombre bien vestido. En función directiva, el periodista debe tener su periódico en la cabeza antes de empezar a hacerlo. El cálculo del material y la distribución de los artículos y de las noticias deben estar previstos desde el instante mismo en que empieza a hacer el periódico. Y el periodista debe estar siempre listo para colocar en segundo término la mejor noticia porque nunca se sabe en qué momento va a ser superada. Para apreciar la noticia hay que pensar como el público, tal como piensa el dueño de un restaurante al preparar la comida.

El periodista tiene más afinidades con las gentes del taller que con las gentes de la administración. Un buen periodista puede ignorar las mañas de la publicidad. Pero no puede ignorar las medidas tipográficas. Puede ser un neófito en contabilidad; no puede ser un indocumentado en lo que se refiere a la armadura de una página como la presentación de un artículo. En el gremio periodístico propiamente dicho, caben las gentes de talleres, como caben los dibujantes y los fotógrafos. De ninguna manera caben las gentes de la administración. Contadores y cajeros pueden trabajar lo mismo en un periódico, en una compañía de seguros o en una bodega de combustibles. El periodista no puede trabajar sino en el periódico. Su oficio y su arte tienen un campo inexorable. Igual le ocurre al gráfico. El dibujante y el fotógrafo son un poco tangenciales. Están siempre en la inminencia de colocarse fuera del oficio.
El ideal del periódico es el semanario. El diario es más impresionante, pero nunca llega a ser perfecto. Por lo general su veracidad es dudosa. Su comentario cuando no es frívolo es ramplón. Su misma presentación tipográfica nunca puede estar totalmente realizada. Sus necesidades económicas son demasiado fuertes y esto le quita austeridad. En el semanario, el periodista se realiza mejor. Las publicaciones mensuales o quincenales ya entran, en cierto modo, al terreno de los libros. El periodismo propiamente dicho se desarrolla como diario o como semanario. Semanarios han sido las publicaciones más interesantes del mundo. «Punch» de Londres; «Candide», «Gringoire», «La Vie Parisienne», de París; «L'Asino», de Italia; «La Illustrierte Zeitung» y «Simplisisimus» de Alemania; «The Saturday Evening Post» de Estados Unidos, han sido publicaciones semanales. Si nos referimos al Perú veremos que en las publicaciones semanales de la prensa chica se han realizado los mejores esfuerzos periodísticos. No vale la pena citar los nombres. Pero semanal fue «Monos y Monadas» de Leonidas Yerovi y de Julio Málaga; semanal fue «Variedades» de Clemente Palma.

El conferencista desea que sus palabras sirvan para aclarar dudas acerca del periodismo y para hacer ver que el periodismo es menos accesible que las profesiones liberales y académicas, por lo mismo que, para ejercerlo, se requiere vocación irresistible, fe profunda y entusiasmo siempre floreciente. Se es periodista como se es rubio. Unos cuantos años de universidad bastan ya para ser médico, abogado o ingeniero. Una vida no basta para ser periodista. Acaso el periodista valga muy poco, quizá no valga nada; pero es inimitable. Esclavo de las musas y del Arquero Apolo, siervo del público y de la actualidad.

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